Se decía de él que vio demasiado. Que las ambulancias se le aparecían en sueños, que lloraba antes de irse a la cama. También, que al colgar la cámara, se le vinieron encima tantos años de espanto y terror que nadie como él fotografió. El hombre que, pese al caos, miraba sereno a la muerte y retrató la belleza del último instante de cientos de personas, ha fallecido este martes a sus 88 años.
Enrique Metinides (Ciudad de México, 1934), catapultó un género vapuleado a la categoría de arte, aunque la fama le vino después de retirarse. Como herencia a un país que no se lo puso fácil, ha dejado su obra. Su leyenda.
Cuando fotografió a su primer muerto tenía 11 años. El joven Metinides, que retrataba ya coches estrellados y capós hundidos, seguía a unos policías que había conocido en el restaurante de su padre. Su primera portada en un periódico la hizo a los 12. Y desde entonces no paró. Las imágenes de la muerte que captaba su ojo siempre alerta se publicaron en todos los medios mexicanos. Al fin y al cabo, nació en México en los años treinta, no en Estados Unidos. Y había que comer. La Prensa, Crimen, Guerra al Crimen, Zócalo, Alarma… En blanco y negro. En color. Sus composiciones le comenzaron a distinguir rápido.
Su mirada serena hacia el horror mostraba el lado más dulce de la muerte. Como su icónica fotografía del accidente de coche que segó la vida de la famosa periodista Adela Legarreta Rivas, el 2 de abril de 1979. Un retrato irreal, casi pictórico: su cuerpo está quebrado, inerme, pero el sol ilumina su rostro. Los ojos, grandes y calmos, siguen abiertos. Su maquillaje es impecable. Desde las cejas hasta las uñas. “Es bella porque está despierta. No hay muerte”, comentaba el autor.